lunes, 19 de marzo de 2007

Tivoli, Tivoli, Tivoli mon amour (4 de marzo)

Rocío con las catacumbas y Ana con Tívoli. Desde el primer día ésta última insistió en conocer Villa Adriana, un conjunto enorme situado a 30 kilómetros construido por el emperador del mismo nombre situado a seis kilómetros de la ciudad de Tívoli que le había recomendado fervientemente su amiga Marián. Hubo un cierto debate sobre si hacer este pequeño desplazamiento, dado el poco tiempo que teníamos, u optar por el rezo del Angelus en San Pedro a cargo del Papa. Triunfó la tesis de Tívoli, posiblemente un error pues no hubo forma de llegar a Villa Adriana. Para no entrar en detalles prolijos digamos que todo fue mal desde el principio: Llegamos a la estación desde la que no salía el tren correspondiente y compramos un billete que tampoco servía. Logramos devolver el billete cuando vino de tomar su café el empleado de la Rende italiana y corrimos a otra estación… para adquirir un billete de bus de un sobrecargado autocar de pasajeros. Hacía un día caluroso y nos bajamos casi a la salida del pueblo, lo que fue otro despiste. Empezamos un peregrinaje para enterarnos donde se tomaba el bus para Villa Adriana y durante más de una hora dimos vueltas y más vueltas por Tivolí sin éxito alguno. Pasada la hora de comer conseguimos saber, tras gestiones sin fin, que no había bus ninguno por ser domingo o por lo que fuera, así que, cansados de no ver nada digno de un único domingo en Roma, tomamos el autobús de vuelta. Eso sí, de buen humor y disfrutando de las visitas logradas y de las que se quedaron en un simple intento. Encontramos en el bus a dos jovencitas (18 añitos) una de las cuales tenía un novio español en Lorca, Murcia, adonde iba a con frecuencia. Ya en la ciudad tomamos un piscolabis que no pasará a la historia de la gastronomía junto a la estación Termini, la de la peli, y fuimos a ver Santa María la Mayor, que está muy cerca, la tercera basílica. Parte del edificio original es del siglo V, suelo de mármol y grandiosidad por todas las esquinas. Aquí están las chicas, con San Pío nosécuantos, inmortalizado en mármol. La inmensidad del poder temporal de un ente espiritual como la Iglesia es perceptible en Roma más que en ningún otro sitio. Siguiendo el ritual de que visitando las cuatro basílicas y haciendo alguna que otra cosa (confesión y comunión en el plazo de 30 días) se obtiene indulgencia plenaria salimos para la que nos faltaba: San Pablo extramuros. Allí más de lo mismo: un templo megacatedralicio con la novedad de que en las paredes de su interior se han colocados unos retratos circulares de absolutamente todos los papas. Mientras recorríamos un templo del tamaño como mínimo de un campo de fútbol reglamentario uno de nosotros confesó y quiso comulgar, pero no pudo ser pues lo que parecía una misa era en realidad una ordenación.
Como al día siguiente regresábamos se impuso el criterio de cenar de nuevo como señores y en el Trastévere.Vuelta al transporte público y vuelta a andar hasta allí, con el no tan pequeño hándicap de que los pies empezaban a resentirse… especialmente los de Rocío. Pese a ello conseguimos arrastrarla, no sin esfuerzo, y llegamos a un restaurante situado al lado del del el día anterior. Eso sí, el barrio parecía una tumba en la noche del domingo.
En la Taberna dei Mercati, cuyo exterior alumbran cuatro enormes antorchas, cenamos bien en un establecimiento que parecía un antiguo establo o pajar reconvertido a juzgar por la altura y configuración de sus techos de madera en ángulo. El estilo también similar, con numerosa decoración de trastos viejos, y en este caso, con la carta centrada en las carnes. Pese a que el camarero no quería colaborar, logramos probar el vino de la casa y tras ello juiciosamente optamos por un Chianti clásico.
Dejo para el final lo que fue el inicio de la jornada. Como no podía ser menos, quisimos tener un detalle con la comunidad que tan hospitalariamente nos acogía. Toño lo pactó con el prior y ambos se fueron a las siete de la mañana (como éste hace domingo tras domingo) a una pastelería para comprar la bollería que los festivos diferencia el desayuno. La hora no es casual ya que a las ocho hay misa y después, a las nueve, el refrigerio. Además de los croisanes, Toño les llevó en nombre de todos unas docenas de pasteles. Estaban buenos ya que el lunes probamos los restos. Obviamente asistimos también a la misa, que no fue cualquier misa: al inicio laúdes, o sea cánticos, y la misa también cantada; nos dieron impresos los cantos para los que utilizaron varios idiomas y la verdad es que tenían buenas y bien afinadas voces. Sin duda, otra experiencia.

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