lunes, 19 de marzo de 2007

Rocío llegó a las catacumbas (3 de marzo)

Llegó el día de las catacumbas. Rocío tenía un interés enorme desde niña por visitar este tipo de recintos, según nos confesó, y todos nos encaminamos pese a que Toño, que ya las conocía, insistía en que tampoco era para tanto. Los demás asumimos la visita ya que estábamos en Roma para ver todo lo que se terciara. Tomamos un bus junto a San Juan de Letrán y salimos de la ciudad. Supimos que existen tres catacumbas y ni mucho menos, como pensábamos, eran escondites construidos por los católicos para evitar las persecuciones; se trata de kilómetros y kilómetros de pasadizos que utilizaron para los enterramientos durante varios siglos, creo que hasta el quinto, pero no estoy seguro. Las visitas son guiadas y se juntan los grupos por idiomas. El de los hispanohablantes era el más numeroso, una 50 personas, y para dar una idea la guía de los franceses sólo llevaba cuatro clientes. La visita dura una media hora y recorrimos pasadizos bajo tierra en cuyos laterales hay huecos para los enterramientos. Vimos una estatua de Santa Cecilia, copia de la original que se encuentra en una iglesia del mismo nombre en el Trastevere, que visitaríamos unas horas después. Para los que sufran algo de claustrofobia el tour puede hacérseles un poco agobiante, pero no deja de tener su interés. Conocimos el sistema de construcción, como iban excavando en función de las necesidades y los sistemas de aireación, pues llegaron a muchos metros de profundidad.
Al salir nos acercamos por un paseo de olivos a una pequeña capilla donde dicen que San Pedro fue detenido por Dios cuando abandonaba Roma con la famosa frase: QUO VADIS? , tras lo cual regresó para someterse al martirio. Rocío se aprendió el dicho y al día siguiente lo utilizó para intentar pegar la hebra con un grupo de colegialas que atestaban el autobús público en el que viajábamos. Quería saber a dónde iban, pero la cara de sorpresa al ver que alguien les hablaba EN LATÍN no es para describirla.
A sugerencia de Juanma recorrimos unos cientos de metros apie desde las catacumbas para visitar las Fosas Ardeatinas, un conocido lugar donde los nazis masacraron a más de 300 prisioneros en la etapa final de la segunda guerra mundial. Fue una represalia por una acción de la guerrilla en la que murieron 32 alemanes. La venganza consistió en ejecutar a diez presos por cada uno de los militares. Han construido un pequeño museo donde relatan que el crimen estuvo a punto de quedar en el olvido pues los nazis los acribillaron en una cueva y luego volaron la entrada para no dejar pistas. Tras la guerra recupearon los cuerpos y los enterraron en tumbas a la vez que se construía este mausoleo. En la foto están Toño y Juanma a la entrada del museo.De regreso a Roma nos bajamos en el Coliseo y comimos al aire libre en una tasca para estudiantes. Tuvimos suerte: por el mismo precio que el día anterior nos dieron sólo una ensalada a secas hoy añadieron un guiso de pasta con alubias que estaba bueno. A mayores, por cortesía de la casa nos ofrecieron un cóctel. El sitio lo elegimos porque se encuentra cerca de una iglesia donde exponen (y gratis, como otras muchas de las visitas que hicimos) el Moises de Miguel Ángel. Esta vez era Toño el que tenía auténtico interés en volver a verlo, pues él y Tere ya conocían Roma. Para la tarde el programa era visitar el Trastévere, el barrio al otro lado del Tíber que en tiempos era la zona humilde de la ciudad. Es un dédalo de calles que hace algunos años se puso de moda y en su mayor parte ha sido rehabilitado. Es un área agradable, llena de tiendas, bares y restaurantes, que en la tarde del sábado estaba animadísima. Decidimos buscar donde cenar y hacerlo esta vez en plan bien, sobre todo si lográbamos encontrar un restaurante al que los frailes habían llevado a Toño anos atrás. Costó trabajo pero lo logramos: se llama De meo patacca, y cenamos bien hasta con música en directo de un grupo tipo folklórico. Era pronto y llegamos los primeros: no sabíamos si la música iba aparte así que en plan generoso les sacudimos diez euros; de inmediato nos ofrecieron cantar los que nos apeteciera, así que pudimos elegir algunas piezas. El restaurante era muy curioso, lleno de cachivaches por todas las paredes, camaremos uniformados estilo (supongo) siglo XIX y con la cocina a la vista. Bajo tierra una bodega del mismo tipo. Lo más gracioso fue la llegada de una pareja (señor de más de 80 y chica joven de menos de 30, rubia-rubia). El anciano, que parecía haber ligado por motivos ajenos a lo sentimental se puso a cantar una pieza que tenía tintes localistas o quizás era un himno futbolístico con un estribillo <¡Roma, Roma, Roma!>. Le aplaudimos a rabiar, tanto que se acercó a nosotros para preguntarnos… si también éramos romanos. Que cosas.
Antes de las cena habíamos visitado la principal iglesia del barrio (hay muchas por todos los lados), Santa María in Trastévere, enorme y de una gran belleza, sin duda una de las que mejor recuerdo nos ha dejado. También hicimos una parada en una tienda de vinos, muy pequeña pero donde convencimos al dueño para que nos abriera una botellita de Montepulciano por la que pagamos 30 euros. Tampoco era cosa de llenarle la tienda media hora y usar sus vasos para consumir una baratita.

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